El embuste de los sistemas electorales.

Por Alberto Medina Méndez

El nordeste argentino no es la excepción a la regla. Los apasionados debates sobre las reformas pendientes en esta materia nuevamente se han quedado con las manos vacías.

La dirigencia política de la región sigue recitando simpáticos discursos sobre la necesidad de transparentar los comicios pero a la hora de pasar a la acción son pocos los que tienen autoridad moral para mostrar consistencia.

Estas provincias siguen sosteniendo sus perversos esquemas. El único objetivo que persiguen es garantizarle poder al mandamás de turno. La prioridad pasa por mantener el timón y la mejor forma para lograrlo es conservar el control sobre las normas que regulan cada acto electoral.

Todo sirve, todo vale. Las leyes y reglamentaciones se establecen a la medida de las necesidades políticas de la facción que detenta el poder. Cuando alguien se atreve a sugerir modificaciones aparecen las habituales artimañas que abortan cualquier intento que vaya en la dirección adecuada.

Poco importa lo que los ciudadanos realmente piensen al respecto. Mucho menos relevante es que la democracia, a la que dicen defender, se fortalezca o evolucione en calidad, al menos algunos pocos centímetros.

Esta conducta impropia no es el patrimonio exclusivo de un partido político, ni tampoco de un gobierno provincial o municipal. La modalidad vigente es producto de los históricos acuerdos de la corporación política que hace un culto del status quo amedrentando a aquel que pretenda salirse del carril.

Humillantes listas sábanas, ley de lemas burdamente enmascaradas, internas siempre amañadas, tramposas colectoras o las típicas intromisiones en las definiciones judiciales son solo una parte visible del patético paisaje electoral que se repite en las diferentes provincias.

La escena se completa con otra tanda de malversaciones, intencionalmente preparadas, desde los bunkers partidarios para impulsar todo tipo de ocurrentes engaños. Presidentes de mesa infiltrados, recuentos fraudulentos, boletas que desaparecen mágicamente, impugnaciones forzadas, cualquier zancadilla sirve para que el adversario tropiece.

La verdad es que a nadie le interesa que la gente se exprese en libertad. Se trata solo de sacar una ventaja de corto plazo aprovechando un sistema que hace agua por todos lados y por cuyas hendijas los más astutos delincuentes intentarán pasar para lograr sus cuestionables metas.

Son los mismos que después se ofenden cuando la sociedad critica a la política. Ellos defenderán a capa y espada a esta “noble” profesión, aduciendo que desde allí se generan las verdaderas transformaciones sociales, mientras por lo bajo patrocinan sus tenebrosas estrategias.

Sus atributos morales están a la vista. Si estas son las herramientas que validan para competir, es mejor no conocer las que aceptan para gobernar cuando casi nadie puede observar su accionar cotidiano.

La dirigencia de esta parte del país está en deuda. Algunos pocos buenos intentos quedaron a mitad de camino. Se discutirá luego la oportunidad, la improvisación o los errores jurídicos, pero otra vez la evidencia corrobora que la mayoría de los políticos prefieren que todo siga igual.

El modo utilizado para votar es vital para garantizar una autentica expresión cívica. Cuando los sistemas son tan opacos y difusos, y están repletos de vericuetos deliberadamente instalados para tergiversar la decisión ciudadana, se desnuda que a la gente se la usa descaradamente, sin pudor.

Muchos dirán, con picardía, que cuando se trata de ganarle al contrincante lo importante son los resultados y no la forma de lograr esa victoria. Son esos mismos pragmáticos los que luego apelan a ese talento para dedicarse otros menesteres.

Lo que es inocultable es que para ellos el objetivo es solo el poder y su discurso de ayudar a la sociedad es solo una inmoral excusa para subir a la cima, imponer sus ideas y hasta, eventualmente, apropiarse de lo ajeno. Obviamente que muchos creen que el fin justifica los medios y hasta argumentan diciendo que esas son las reglas de juego y hay que cumplirlas.

El eje central de este gran montaje es mostrarse preocupados y hasta simular cierto interés por hacer modificaciones. La verdad es que están muy cómodos y es poco probable que si no reciben una andanada de reclamos populares todo permanezca inalterable por décadas.

Tienen todo absolutamente bajo control. No se les escapará nada. Arman las listas a piacere, deciden las candidaturas entre gallos y medianoche, siempre discrecionalmente. El sistema electoral es solo un engranaje más de esa aceitada maquinaria que han diseñado para su propio provecho.

También hay gente con buenas intenciones en los partidos, que se dan cuenta que esto es una farsa y no es lo correcto. Lamentablemente, los más, solo suscriben todo porque es funcional a sus intereses coyunturales.

Es triste decirlo, pero como en tantas otras facetas de la actividad política, la conveniencia circunstancial impone brutalmente su matriz y las convicciones quedan de lado hasta esa próxima ocasión que jamás llega.

Es innegable que a los sostenedores del actual sistema electoral y a sus principales beneficiarios no les moviliza la idea de modificar un ápice el régimen imperante, simplemente porque no les resulta propicio hacerlo.

La sociedad tiene ahora una gran asignatura pendiente. Le toca en suerte asumir el problema, liderar el cambio reclamando un esquema más transparente, que arrincone al inmoral clientelismo contemporáneo. Si la gente no reacciona, seguramente nada cambiará demasiado y los dirigentes seguirán haciendo de las suyas.

Alberto Medina Méndez

Periodista, consultor en comunicación y conferencista.

Presidente de la Fundación Club de la Libertad